"Dune" y el cine (I)
- José Ignacio Delgado
- 27 sept 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 24 abr 2021
Reivindicando la denostada versión de David Lynch.

Kyle MacLachlan en Dune (1984, D. Lynch)
Al parecer ya muy pronto se estrenará la última versión del clásico literario de Ciencia Ficción "Dune" (1965, Frank Herbert). Sobre el papel, todo juega a favor de un gran éxito: cuenta con la dirección de Denis Villeneuve, responsable de títulos tan interesantes como Incendies, Prisioners, Sicario o La Llegada (aunque en su debe figure la arrogancia de haber pretendido dar continuidad a una incontestable obra maestra del cine, con la técnicamente impecable pero también carente de emoción Blade Runner 2049). Además está previsto desarrollar tan compleja historia (un problema habitual a la hora de llevar al cine densas obras literarias) a lo largo de varias entregas, lo que podría poner en marcha, me temo, otra rentable saga galáctica. Finalmente, y no menos importante, se ha dispuesto de la más avanzada tecnología audiovisual al servicio de un espectáculo que sin duda será apabullante. Ya la inmensa maquinaria de márketing se ha puesto en marcha y todos andamos convencidos de que asistiremos extasiados al nuevo mayor logro cinematográfico (¿alguien se acuerda a estas alturas de Avatar?); pero yo, tan demodé, sigo echando en falta en el cine actual más películas capaces de ponerme la piel de gallina con una historia íntima y bien contada. Por otro lado, y no es mi intención ejercer de agorero, es bien sabido que el resultado final de una película (me refiero a sus valores artísticos, la mayor parte de las veces desvinculados de las expectativas comerciales) depende de una gran cantidad de imponderables, de los cuales no es el menor algo tan intangible y subjetivo como la inspiración.
No tengo por costumbre ver los despiadados trailers que en pocos instantes desvelan no solo la estética general de una película sino incluso, a poco que te descuides y tengas un poco de imaginación, momentos cruciales de la narración (detesto la palabra spoiler). El primero que avanza la obra de Villeneuve, ya ha producido numerosos y sesudos artículos como si ya del metraje total se tratara. Es lo que tiene internet y las supuestas publicaciones especializadas: todos a opinar aunque no se tenga ni pajolera idea de lo que se habla. Por eso me remito al comentario de Alejandro Jodorowsky, quien sí tiene una profunda conexión con la historia de Dune, ya que fue el ideólogo de una visionaria e imposible versión de la novela que habría contado entre sus probables colaboradores nada menos que con Salvador Dalí, Pink Floyd, Moebius o H.R. Giger. El de Jodorowsky es acaso el proyecto frustrado más extravagante de la historia del cine, y a él dedicaré otra entrega de esta serie de artículos sobre Dune que me he propuesto escribir para Cascanueces, pero hoy solo haré mención a su comentario tras el referido primer trailer al que sucintamente califica de "previsible".
A nadie puede interesar si el autor de estas líneas será capaz de vencer sus numerosos prejuicios para acudir dócilmente a la llamada del nuevo mesías (me refiero a Paul Atreides, no al nazareno). A mi entender, las modernas salas de cine han devenido en una suerte de escaparates tecnológicos y espacios gastronómicos en los que prima el asalto a los sentidos (sonidos intimidantes, mareantes efectos visuales, la posibilidad de comer en semipenumbra como gochos) en detrimento de algo tan básico como un guión bien trabajado. Ello no es sino otro perverso efecto de la planificada infantilización a que se lleva sometiendo desde hace décadas a la audiencia. Hace años que crucé el punto sin retorno, mi particular Rubicón, la fatal línea roja imposible de superar: me estoy refiriendo a la obsesión del personal por comer y beber en la sala como si no hubiera un mañana. No entraré en la enumeración de las veces que, tras pagar la carísima entrada, he debido padecer el infernal sonido de envoltorios de celofán rasgados, y de mandíbulas moliendo de forma obsesiva Doritos; o el indecente chuparreteo de los refrescos y los subsiguientes, cada vez menos disimulados, eructos; o los gigantescos hasta lo aberrante, cubos de palomitas; o las últimas e insufribles tendencias en gastrocinematografía: apestosos tacos, quesadillas, kebabs, hamburguesas, pizzas y demás discutibles aportaciones culinarias de la aldea global. Por eso, salvo a alguna sala que heroicamente sobrevive en la lucha contracultural, arriesgando en la programación de películas al margen del mainstream, solo en contadas voy al cine pese a adorarlo.
La herramienta estadística del Blog me avisa que llevo consumidos 4500 caracteres solo en despotricar contra la actual forma de hacer y de ver cine, y ni siquiera he comenzado a explicar porqué considero tan interesante la versión que de Dune firmó David Lynch en 1984. Soy consciente de que es parte del natural proceso de decadencia mental la tendencia a irse por las ramas, o será porque estos días estoy leyendo a Ted Chiang (uno de cuyos relatos, por cierto, fue adaptado por Villeneuve para La llegada), pero también sé que no debo tentar la paciencia de los improbables visitantes de este Blog. En consecuencia, procrastinaré la defensa de tan romántico y caótico engendro para la segunda entrega de esta serie sobre la novela-río de Herbert. Pero déjenme al menos adelantarles algo: una película que arranca con un prólogo de la bella Virginia Madsen (hija del Padishá Emperador Saddam IV) envuelto por un fantástico tema musical de Brian Eno, es difícil que no impresionara a alguien que se veía a sí mismo tan cool como yo por aquel entonces. Todavía hoy me sigue fascinando.
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