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El terror blanco (II)

  • Foto del escritor: José Ignacio Delgado
    José Ignacio Delgado
  • 31 mar 2022
  • 2 Min. de lectura

"La sangre helada" / Serie de televisión.

En esta segunda entrega sobre historias que utilizan los blancos desiertos helados como escenario de su acción (aquí el enlace con la primera), me detengo en "La sangre helada" (2021, A. Haigh). Tal como ocurría en "The Terror", la acción se desarrolla en las pavorosas aguas del Ártico, uno de los lugares más inhóspitos del planeta, y en una época similar (S. XIX). Mientras una de las producciones relataba la singladura de los míticos Erebus y The Terror en su última y fatídica expedición en busca del Paso del Noroeste, la otra sigue el devenir de un simple ballenero por esos mares al tiempo resplandecientes y tenebrosos. El ingenio y la voluntad del hombre en lucha contra los elementos más inclementes, dentro de esas 'microsociedades' flotantes donde la única posibilidad de supervivencia es el apego a las normas y a la jerarquía. Frágiles cáscaras de nuez deambulando por las gélidas aguas, unas en nombre de la fama y la gloria, la otra depredando los mares al estilo del Pequod de "Moby Dick" (una inevitable y no ocultada referencia). Así, seguimos la cotidianidad de oficiales y marineros enrolados para llenar la panza de su barco con los despojos de la más fantástica de las criaturas que pueblan nuestro mundo, cuya mera existencia es en sí misma un milagro. Y como suele ser habitual, pronto comprendemos (así ocurre también en la vida) que los verdaderos monstruos no son los que acechan en las profundidades abisales ni en la fantasía de nuestros sueños sino nuestros propios semejantes, 'Homo homini lupus'. En "La sangre helada" sobran los lobos, pues la narración nos regala con un verdadero muestrario de personajes malvados y sin escrúpulos, desde el armador que fleta el barco con la única intención de hundirlo y cobrar el seguro, al capitán que participa de ello a cambio de un porcentaje de los beneficios. Si esa es la punta de la pirámide, no cuesta imaginar sobre qué principios de brutalidad, ambición y degeneración humana está construida la historia. Destaca sobre todos el arponero Drax, interpretado con clarividencia y agradecible contención en el gesto por Colin Farrell, quien compone uno de los psicópatas más aterradores que han asomado nunca a las pantallas. Verdadera encarnación del mal, sus fechorías no dejan indiferente (impresiona verlo rematar con la misma eficacia a una ballena en medio de un surtidor de sangre que a un marinero en una oscura callejuela) y están llamadas a permanecer en la memoria. Estallidos de violencia escarlata contra la nívea blancura. Decía Borges que lo peor de su ceguera era, al contrario de lo que comúnmente se piensa, la permanente presencia de una neblina blanca y opaca. Poe, Lovecraft, Hawthorne... no fueron ciegos, pero compartieron esa misma ominosa visión.



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